Era
inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el
destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió
desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido
de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser
urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de
Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de
ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la
memoria con un sahumerio de cianuro de oro.
Encontró
el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había
dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido
para vaporizar el veneno.
El archivo ya no está disponible... tristito.
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